Con los ojos cerrados, asistía impávido a una tormenta interior que se ramificaba por todo mi ser, apenas apaciguada a base de aceptación, de incertidumbre y de humildad. Los gritos y la enfermedad me desbordaban. En urgencias se respiraba muerte y delirio. Decrepitud física, pánico en las miradas , en el modo de respirar, en los rictus de las bocas, en las miradas perdidas.
Había pasado del número 17 al número 9, hay números que me persiguen, (el 9, siempre el 9), o por decirlo mejor, nos constituyen. En la cama Nº 9 de urgencias, me había tocado junto a un gran ventanal por el cual podía ver el cielo azul de Agosto y el amanecer dulce de una transparencia liberadora. Las torcaces cruzaban el cielo para recordarme que la libertad existía, en ese instante, paralela al dolor y al confinamiento carcelario de la enfermedad.
La demencia gritaba en la sala del hospital, gritos desgarradores, ancianos que se arrancaban las vías de los brazos, se tiraban de la cama ante el estupor de las enfermeras, profesionales impecables cargadas de paciencia y humanidad.
En la espiral de la vida , junto a la belleza y la armonía de los cielos y los ríos, junto a la brisa que acaricia las ramas y las hojas de los árboles , mientras las personas sanas hacen el amor o se ríen cenando en las noches estrelladas del verano, en los manicomios y en los hospitales late intensamente la oscuridad, el desvarío, la corriente quebrada, la destrucción.
Y la vida continua con su ceguera luminosa, no queremos sombras, como el terminal Goethe:
-" Luz, más luz"-.
Nuestra visión limpia, para el olvido de la propia muerte. Muerte que nos une a todos y también nos constituye.
Vulnerabilidad, insignificancia, somos apenas una brizna en el latido universal.
Y en el interior de mi mirada yacente podía sentir el todo, el gran misterio, una inabarcable e indefinible oración, un rezo sin palabras que brotaba de más allá de las propias entrañas.
10 Agosto, 2020