La voz sonaba limpia, el hilo de la melodía afinada con las distintas intensidades de la emoción, iniciaba sus recorridos con delicadeza y llegaba a sus cumbres con naturalidad, había una armonía suprema y al llegar a su cercanía encontré su recipiente. La cantante era una señora vieja, su figura descuidada, gorda, pasé delante de ella y quizá no pude evitar mi cara de asombro, mi imaginación había dibujado el rostro más bello que pudiera existir, un rostro a la altura de la belleza de su voz.
Quizá los ciegos saben escuchar el alma a través de los sonidos, y conocen los días cuando el aire acaricia su rostro con el primer rayo de sol.
¡ Ah! La vista no es ecuánime y cuántas veces nubla el entendimiento.
Establece su propia jerarquía injusta.
Me fui alejando de aquella sublime voz, y sentí que para saber ver había que cerrar los ojos, para escuchar atravesar la inmaterialidad de los sonidos y para vivir armonizar los cinco sentidos sin quedar cautivos en la forma.
Seguí caminando y empecé a sentir el laberinto continuo por el que se movían mis pies.
A la altura de mis ojos volaban infinidad de anzuelos y quizá la sabiduría consistiera en saber eliminar el hambre para no picar ninguna de esas trampas mortales.
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