Me contaba como siendo adolescente luchaba contra jóvenes que eran más fuertes y con bastante más peso que él, y su amor propio le hacía sacar más de lo que tenía dentro, y eso empeoraba lo que en principio eran luchas amistosas; lograba en verdad cabrear a sus adversarios, que entonces ya cruzaban la frontera y se dejaban llevar soltando la fuerza bruta que podía herir de verdad.
Y las personas que les vigilaban tenían que intervenir para separarles y que el intrépido y rabioso muchacho no fuera dañado gravemente.
Al escuchar al anciano rememorar su infancia, me hizo recordar al niño que yo fui, competidor en tenis y fútbol, con la misma pasión y amor propio, esa rabia del que no sabe ni acepta perder.
Y esa evolución necesaria, para dejar atrás ese ego, ese fardo, ese ansia de ganar como si sólo la victoria nos representara con certeza.
Más allá de la victoria o el fracaso está el crecimiento del que se expone, del que arriesga, del que se compromete, y surge lo desconocido, saltar por encima de las lineas, más allá de los colores, más allá de la propia identidad, de la propia fuerza, del propio físico que se nos ha concedido.
Hay un halo de luz, un silencio, un resplandor y un eco íntimo que deja atrás ese ansia infantil de triunfo, que busca entonces lo otro, lo que nos eleva por encima de nuestros incipientes y virulentos sentimientos.
Hay una insatisfacción que llega tartamuda y extenuada a la conquistada paz, una especie de humildad que es capaz de reconocer la propia limitación, y un atisbo de que la tentativa no logró la totalidad soñada, pero si una aproximación al territorio del misterio, a la gran vastedad que está más allá de nosotros mismos.
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