Reyes coge un autobús y se va a Portugal, Diego ya ha fundado su propia familia, Pedro está en Suecia, y acaba de dejar atrás el triunfo en Glasgow. La casa dónde crecieron está vacía, la vida es fugaz.
Fugaz pero no leve, yo les veo crecer y aprendo a abrir los brazos, para que se vayan, para que vuelvan, mi cabaña es modesta y está rota pero es acogedora.
Y recuerdo hace ya más de veinte años, un claro del bosque en El Plantío, una arena blanca sin la pinocha de los inmensos pinos oscuros. Allí iba con Pedro y Diego a la caída de la tarde, llevaban sus micro machines, y yo les contemplaba jugar con aquellos minúsculos coches, subían montañas de arenas, descendían vertiginosas pendientes, y las horas pasaban en el silencio del bosque.
Así los guardo en mi corazón, absortos en su juego y en el presente, libres de la inquietud del futuro, sin la herida del pasado, seres puros y delicados, al margen del triunfo o las pérdidas.
Es el amor en su forma más pura.
Tres que vuelan.
Es el amor lo que nos mantiene erguidos.
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