Nuestros cuerpos se adaptaban a las pendientes y a las curvas, era como si nuestros músculos fueran de seda y adoptaran la aerodinámica conveniente en cada momento. Lo que nos perseguía era lo invisible, un peligro más allá de toda forma, y corríamos veloces, seguíamos con confianza total a nuestro guía, él nos dirigía y era sorprendente que cada uno de nosotros hubiera adquirido las cualidades de nuestro líder.
Del pánico pasamos a una paz total, a una satisfacción parsimoniosa, volvíamos a disfrutar de cada recodo y de cada curva, de cada uno de nuestros regates para evitar el mordisco mortal, sí, habíamos evitado a la misma muerte, y nos sentíamos invencibles, ligeros, plenos.
Fue entonces cuando nuestro guía nos regaló una manifestación de su grandeza. Se puso a saltar como el mismo Nijinski, unos saltos mantenidos a una altura increíble, empezó a desplegar alas con espejuelos de colores, alas bellísimas que brillaban aterciopeladas con la luz del sol.
Saltaba de un lado a otro del río que atravesaba la pradera donde descansábamos.
Y en su éxtasis no había el más mínimo exhibicionismo, era sólo la expresión de su alegría.
Pensé en el milagro, esta vez sí, podía usar esa palabra sagrada con conciencia y verdad, así que la repetí para mis adentros, el milagro de poder haber visto a aquel ángel.
Y sentir en el propio cuerpo la levedad más allá de todo el peso y el lastre que se nos viene encima en esta tierra nuestra en la que vivimos.
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