En las épocas aciagas o en los periodos de felicidad, parece que el estudio del pintor permanece cerrado y los pinceles se quedan dormidos, metidos en un aguarrás que se va espesando a medida que los días pasan.
Y sin embargo, el pintor es inseparable del ser humano que ríe, llora, que ama durante noches enteras, que se sube a los cerros, que saborea la oscuridad y el brillo de las noches sucesivas. Que mira a su mujer y piensa como apresar esa sonrisa salvadora. Y el pintor está en vigilia. Registrando las tardes diseminadas con polvo de oro y paz. Y siempre anota por dentro, como un testigo mudo, el cuadro que podría ser.
Y ahí, en ese mundo propio, la creación es incesante. En ese reino, comienza el baile de las formas, donde se deshace la materia que gira intangible en el crisol que funde todo lo mirado.
Y el andar cotidiano, lejos del estudio, es así pincelada invisible, un avanzar hacia el elixir destilado.
Pero el testigo, el peregrino, ya henchido por la belleza del camino, habrá de volver al estudio y humildemente, depositar en el lienzo el legado recibido, una mancha derramada de vida, un rastro de luz.
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