Los cuadros me hablan, ellos son los que dirigen mis manos.
Las pinturas van ganando identidad propia, capa tras capa, erigiéndose independientes.
Quizá esos laberintos me lleven a territorios nuevos, a soluciones imprevistas.
Y cuando por fin llega la claridad, hay una seguridad inapelable.
Los cuadros se resuelven por dentro o por fuera.
En la juventud uno suele admirar y buscar la destreza formal, en la madurez importa menos la forma y más el latido interior.
Hay una belleza y una elegancia en la resolución del problema, hay una inmediatez, una sencillez, un desaliño necesario para que aflore la esencia. No hay teatralidad ni maquillaje, sólo la pureza del pintor en su proceso de depuración. El pulido posterior, la exquisitez del bruñidor, todo eso, a una edad, ya no importa, no hay tiempo que perder en orfebrería.
La presencia de la verdad aparece, la búsqueda cesa. La sombra de nuestro ser ha desaparecido, por fin somos invisibles, queda sólo el milagro de la pintura y la revelación.
Apenas un apunte del milagro vital.
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