LA BICICLETA
La bicicleta es en si misma una obra perfecta, silenciosa,
aerodinámica, un juguete que permite a los adultos permanecer en el mundo de
los sueños, en la infancia perpetua. Uno puede colocar la bici en un salón, y
es una escultura, tiene la belleza de las escopetas inglesas, de las maderas y los hierros de golf
antiguos, de los balones de futbol de cuero.
Pero la verdad es que la bici se funde en figura única con
nuestro cuerpo y ahí empieza la verdadera historia de amor que el ciclista
tiene con su bici. Y se une con nosotros por la entrepierna, en contacto con el sillín afilado, ese que los
neófitos miran con incredulidad, pues parecería que nadie puede reposar ahí, en
esa superficie mínima para evitar rozaduras y mantener la ligereza del
conjunto. La ligereza, el grial de todo ciclista, la levedad, subir sin peso,
descender sin rozamiento, avanzar atravesando la resistencia del aire,
enseguida el ciclista sabe que tiene que poner su cuerpo a punto, merecer una
figura que no distorsione en una máquina perfecta; somos el motor que imprime
potencia y velocidad, es nuestro corazón el que mueve los pedales y las piernas
del ciclista, estilizadas y potentes, morenas, piel pura sin pelo, con ese color
especial que adquiere la piel nunca detenida, siempre en movimiento, con su
cadencia mágica, nunca debería bajar de 90 pedaladas por minuto, esa estela
rítmica que se desplaza y acaba siendo viento en el aire.
La bici, y a partir de ahora cuando digo bici me refiero al
conjunto máquina-hombre, es un ser fronterizo, rebelde, no es peatón pero puede
ir por la acera y transgredir las leyes yendo en dirección contraria, y tampoco
es vehículo, aunque circule por carretera; es un binomio mágico y sin
edades, pues abarca al niño de cinco
años y al anciano de 95, los dos llevan la misma sonrisa ciclista. Desafía los
atascos, no poluciona en ciudad, vamos a los sitios a la velocidad perfecta,
esa que permite contemplar lo que nos rodea y llegar a tiempo y silenciosamente
a la meta.
El que es ciclista sabe que la bici es también un
aprendizaje: ir, cada día ,un poco más
lejos en la resistencia al dolor. Atravesar la frontera de los 50 km, la de los
100, y más adelante los 150 y también los 200km. Disfrutar sufriendo, se disfruta porque los
puertos y las pendientes duelen en las piernas y en el pecho, pero la máquina
sube alada, y el corazón agiganta su tamaño, y se hace titánico, guerrero de la
paz y el silencio, aspira expira, la vida no es más que respirar, es el
instante perfecto, suena la sinfonía de nuestros pulmones y la brisa que alivia
nuestro sudor. El ciclismo puede ser solitario y místico, lo sabe quien escala
cumbres verdes y nevadas, atraviesa bosques y estepas, carreteras interminables
y desérticas; y en ese tránsito uno pedalea hasta el umbral de la propia
muerte, pues sucede algo parecido al relato de los resucitados, a lo que
cuentan los que regresaron de un estado de coma o que superaron un paro
cardiaco: La vida entera pasa por el cerebro en una sucesión sintética y fugaz.
Y a la vez uno es la nube y el sol, el bosque y la roca, la curva de herradura.
Pero el ciclismo también es social, se puede pertenecer a un pelotón, y dejarse
llevar a 50 km por hora, sin viento de cara, es como ser el vagón en una
locomotora, como ser una nota en una composición musical, son sensaciones
extraordinarias, circulares y eternas como las mismas ruedas.
Los ciclistas nos saludamos siempre cuando nos cruzamos en
las carreteras, sabemos que pertenecemos a un pelotón en donde no existen las
clases sociales, ni las jerarquías. El primer ciclista del mundo admira al que
llega el último. Se pertenece a una hermandad.
El ciclismo también es mágico, lo es en sentido literal. Me
sucedió un buen día, al bajarme de la bici, abrir la puerta de mi estudio de
pintor, dejar la bici ya en su sitio, quitarme las zapatillas y las gafas, y
por último el casco. Salió volando de mi cabeza una mariposa blanca, ni
siquiera la noté mientras pedaleaba, fue un polizón ligero y bello, el número
tres que faltaba en el binomio.
La bici tiene que ver con las sonrisas y con las lágrimas.
Nunca olvidaré subir el Tourmalet con densa niebla y fina lluvia, y en los dos
km finales, ya en las cumbres peladas y rocosas, dejar las nubes abajo y ver el
sol tan cerca, y mi bici de carbono era
la misma levedad envuelta en el azul radiante y las lágrimas eran de felicidad,
de plenitud, de sentirse uno con el todo. Y ponerse en el pecho el papel de
periódico y tirarse para abajo sobre las cubiertas de 23mm a 80 km por hora, y
que es la bici entonces sino un vuelo…
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