Estaba sentado en una piedra grande, en lo alto del cerro. Con su boina y su jersey grueso de cremallera. Fumaba un pitillo detrás de otro, iba dejando las colillas en una cartuchera de cuero gastado. En su morral llevaba fruta y algún fruto seco, era viejo y delgado, vivía aquí cerca, en una calle de al lado, y muy temprano caminaba hasta la colina.
Hacia levante se divisaba el perfil de los rascacielos de Madrid, hacia el norte la sierra, todavía con las cumbres nevadas, en el sur la extensión verde de la casa de campo, hacia el oeste las puestas de sol incendiadas entre las nubes y los cielos amarillos.
Nos habíamos encontrado en ese punto cardinal varias veces.
-“ Me queda ya poco tiempo aquí, estoy muy enfermo, pero no tengo dolor. Vengo aquí todo el día, prefiero esta soledad a las visitas que ni siquiera saben qué decirme. Miro estos cielos. Aquí hay jilgueros y las urracas carraspean. Pasa todo y no pasa nada-"
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