Mi maestro Espert intentaba la creación total, dibujo, tono, color, composición, todo a la vez, captar la esencia de la visión en grandes manchas, y abandonar la creación cuando la presencia aparecía en el cuadro. Se hizo unos autorretratos densos, apurando a tope, acabando con fuerza, claro oscuro escultórico, que entornando los ojos, daban la impresión de la vida real. Al final de su vida pictórica dejó de acabar, sus cuadros eran inicios prodigiosos.
Mi maestro Roca enseñaba el método clásico, linea de plomada y creación de espacios de dentro a fuera. Sus dibujos eran magistrales y encontró su mejor forma acercándose más a la luz que a la linea.
Esas dos maneras siguen conviviendo en mi como creencia, como lo que queda en la parte más profunda, una especie de infancia-juventud que es raíz del desarrollo posterior de madurez personal.
El oficio debe quedar ahí al fondo, hacerse invisible, la misma naturaleza tiene siempre una estructura geométrica que la sostiene, pero el movimiento, que es la esencia de lo vivo, la rompe en mil pedazos que crecen hacia otras formas incesantes.
Lo cerrado, la linea precisa, paraliza el instante, hasta esa detención nos lleva el dibujo.
El color en busca de la luz difumina los contornos, ahí empieza la pintura.
Y cuando la aproximación se hace ya muy cercana, intento encontrar la forma de romperla, es una necesidad que me lleva a desbaratar la fórmula aprendida que me condujo a ese punto, borro entonces las huellas. La pintura tiene su exacto punto, ahí queda la imagen buscada. Y sin miedo a perderla, se inicia una especie de erosión para unir todos los momentos del ser. Quietud en movimiento.
Toda vida lleva su muerte.
Creo que esta vida en fuga, es el misterio de la verdadera belleza.
Pintar esa fusión, ese milagro, esa condensación de todos los tiempos, esa es la materia imposible de la que trata la pintura.
Con su lentitud y con su urgencia.
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