El Templo, está situado imponente, emergiendo de la colina rocosa.
Fue fundado por San Benito(480-547dC), allí vivió y murió el fundador de los Benedictinos.
En la Abadía de Monte Cassino escribió La Regla de Los Monjes que tuvo tanta influencia en todo occidente, dentro de las ordenes monásticas.
Esta abadía ha llegado hasta nuestros días a pesar de su historia de saqueos, repetidos ataques y desastres naturales.
Me interesó un personaje secundario que entresaqué leyendo “ Chronice Monesterii Cassinensis” por Leo de Ostia y Amatus de Montecassino, en una temporada que pasé allí estudiando y haciendo apuntes de aquellos lugares.
El relato de estos dos monjes se corresponde al periodo en el que rigió La Abadía el Abad Desiderius, año de 1058 hasta el 1087. Fue aquel un tiempo floreciente y de desarrollo para la Abadía, llegaron a tener 200 monjes y en su scriptorium se hacían maravillosos libros ilustrados por sus virtuosos grabadores y dibujantes. El Abad Desiderius contrató a numerosos artistas que venían de diferentes partes de Italia y del resto del mundo para decorar la Abadía con frescos, pinturas y distintos retablos para altares y capillas de la Abadía.
Fue en el año año 1070 cuando llegó a la Abadía un joven de la cercana región de Lacio, sus padres campesinos no sabían que hacer con él, la familia era numerosa y aquel joven sensible no parecía valer para la ruda labor de los campos. Decidieron llevarlo a Monte Cassino. El Abad Desiderius debió de ver algo especial en aquel joven, pues hizo una excepción admitiéndolo como novicio en La Abadía.
Le pusieron de aprendiz del Maestro Francesco, pintor que retrataba con devoción las santas figuras. Suyo era el retrato de San Benito, el padre fundador. El joven Andrea aprendió rápido, su destreza en el dibujo pronto sorprendió al maestro Francesco, y empezó a colaborar en las distintas pinturas que iban saliendo del taller.
El Maestro Francesco seguía con impaciencia una figura de virgen que iba saliendo de las manos del joven Andrea. Le sorprendía y admiraba su gran facilidad y a la vez la profunda belleza de aquel rostro de una pureza jamás alcanzada por ningún otro pintor que él hubiera conocido. El joven Andrea se ausentaba de la abadía algunos días, y volvía dócil a continuar con su cuadro, pintando incansablemente, hasta que la materia pictórica se secaba. El rostro de aquella virgen estaba tocado por las dos bellezas, la terrenal y la espiritual, mantenía un equilibrio perfecto, y el Maestro pensaba que no era posible que un joven aprendiz tuviera la sabiduría de pintar algo tan lleno de misterio, envuelto en sensualidad y a la vez irradiando alma.
Un día Andrea le dijo al Maestro que daba por acabado el cuadro, las manos, la cabeza y los pies de la virgen vibraban con una fuerza y una delicadeza llevadas hasta la cumbre de la emoción, pero la pintura no era efectista ni exuberante, era una oración susurrante, allí no estaba la arrogancia de la juventud ni la necesidad de brillar que tienen los artistas incipientes, el joven Andrea había pintado el rostro más bello de todos los rostros pintados, pero él había desaparecido, sólo existía aquella faz de mujer inmaculada. Aquella virgen representaba a todas las amantes, a todas las madres, a todas las mujeres dolientes, a todas las mujeres en éxtasis. Era la verdad imponente lo que emocionaba en aquella pintura, sin recurrir al dramatismo. Serenidad y paz es lo que sentía ante aquel cuadro misterioso.
Faltaban algunos detalles del paisaje del fondo, y los ropajes de la virgen estaban abocetados. Pero Andrea le dijo al Maestro que él ya lo daba por acabado y que no se sentía con fuerzas para seguir.
Le confesó también que quería salir del convento, y que necesitaba otra vida que allí dentro no podía vivir.
El Maestro Francesco acabó la obra con su mano sabia, remató los ropajes con sumo respeto para no distraer la atención del aquel rostro milagroso, y acometió los detalles del paisaje terminando el cuadro.
Fue visto en este periodo por el Abad Desiderius y aclamado como autor por todos los monjes de La Abadía.
Al joven Andrea no parecía importarle la usurpación de su autoría.
Pintó otro cuadro más de los pájaros del bosque. Un cuadro alegre de abejarrucos y carracas, de arrendajos y abubillas y rabilargos, de pájaros carpinteros y mirlos y oropéndolas. Un cuadro colorista y alegre de una vitalidad desbordante, y el monasterio parecía llenarse de vida salvaje y natural.
Fue este cuadro de aves, el regalo que dejó Andrea a su buen Maestro, antes de partir del convento.
El Maestro Francesco quedó triste, y fue entonces cuando empezó una peregrinación ascendente, primero de toda la región, posteriormente la voz se fue extendiendo a todos los lugares y ya venían de Roma y de Florencia y de todas las ciudades de Italia a ver aquel cuadro milagroso de la virgen, pintado, supuestamente, por El monje Francesco.
La capilla de San Benito pasó a ser así la Capilla de La Virgen del Maestro Francesco y los Pájaros del bosque de Monte Cassino.
El Maestro Francesco no volvió a pintar nunca más y y murió a los setenta y siete años, treinta años después de la partida de Andrea.
Dejó una nota redactada contando la verdad de los dos cuadros pintados por el joven Andrea.
El monje Amatus de Monte Cassino, reflejó este hecho brevemente en los sucedidos de La Abadía.
Del joven pintor Andrea no se supo nunca más.
Estos dos cuadros prodigiosos fueron destruidos en el terremoto que asoló la Abadía en el año 1349.
A la Abadía llegarían, en siglos posteriores, obras de Leonardo, de Rafael y del Ticiano.
Estas obras de estos maestros universalmente conocidos, fueron salvadas de otros tantos saqueos y hoy se encuentran en el Museo del Vaticano.
Pero jamás despertaron la devoción de las pinturas del desconocido y misterioso pintor Andrea.
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