martes, 16 de junio de 2015

EN EL INTERNADO. KILLASHEE 2

Aquella primera noche en Killashee, aullaba un lobo negro en mi corazón. Mi compañero de dormitorio, Martin Lavin, olía horrible. En la pequeña silla asignada en la habitación, estaba mi gorra, mi camisa, mi corbata y unos pantalones de franela, la única pequeña alegría que era capaz de sentir, ese tejido gris y cálido, un pantalón elegante al que no estaba acostumbrado.
Todavía no tenía la ropa del equipo de fútbol, camiseta verde y pantalón blanco, con las medias verdes y las vueltas blancas. Ni las botas de fútbol de cuero.
Aquella noche el cielo oscuro giraba como en los cuadros de Van Gogh, y todavía no sabía lo que era la soledad, sólo sentía un gigantesco abandono que poblaba el mundo entero.
A la mañana siguiente, nos levantaron temprano, me encontré en los lavabos y en las duchas con mi primo Javi, él no hacía más que llorar y preguntar por su madre, nadie le entendía, yo pensaba que era estúpido lloriquear, no valía para nada, recuerdo el agua helada en nuestros cuerpos ateridos de frío, estos ingleses parecían ignorar lo bueno que era un baño de agua caliente. La monja joven de mirada gélida, me obligaba a darme un segundo lavado. Los irlandeses eran blancos y pecosos, yo era moreno y a ver si pensaba que lavando muchas veces la piel se iba a aclarar. Lo que no entendía ni sabía decir, era por qué no le obligaban a Martin Lavin a lavarse una y mil veces, ese olor era penetrante, quizá Martin estaba en verdad muerto de pena, y olía a cadáver.
No sé por qué los sentimientos no huelen, o quizá sí, y Martin era un adelantado a su tiempo, un profeta que se expresaba como las mofetas, expandiendo su olor. El odio puede que huela a pescado podrido, la maldad a mierda y la bondad a hierba verde y a heno.
Pronto empezaron las pequeñas alegrías, el desayuno era el mejor desayuno que yo jamás había probado. Un pan de molde más tierno que el corazón de una hada buena, una mermelada de frambuesa exuberante, gachas con azúcar y la leche más blanca y cremosa que imaginarte puedas. Había también bizcochos con pasas y azúcar glass, y unas magdalenas tamaño XXL, de chocolate y de vainilla y limón.
Al acabar el desayuno pasamos por la puerta principal, inmensa, elíptica, allí me había dejado el día anterior mi madre, todavía no sé por qué no se despidió.

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