Alberto era jardinero, bajo de estatura, robusto, vigoroso, con unas patillas de bandolero, los ojos del color de los alcaravanes y un pelo abundante y ondulado. Estaba casado con Felisa, y vivían en lo alto del cerro, en La Cárcava, en mitad del campo, cerca del convento de Las Carmelitas.
Felisa limpiaba las casas y también cocinaba, era tuerta, tenía un ojo azul y el otro blanco; ella hablaba mucho y él poco.
Felisa murió, se acababan de jubilar los dos.
Desde ese día, Alberto, salía todavía de noche, y caminaba por las cunetas de las carreteras de Madrid, recorría la carretera de Castilla, la M-40, hacía círculos interminables andando hasta la noche, hasta llegar a su solitaria casa, en el límite de su agotamiento.
Así le vi un día, la mirada perdida al frente, caminando imparable, más delgado, con el vigor de siempre, me dijo que le daba igual el sol que la lluvia, el calor o el frío, la paz estaba ahí en la punta de sus zapatos, pero a cada paso se alejaba. Y que caminaba por asfalto, porque el ruido de los coches le impedía escuchar el inmenso silencio de su soledad.
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