Muchas veces pienso que no es el momento de la pintura. El talento está ahora diseñando motores de avión, cohetes espaciales, satélites, bólidos de fórmula 1. O películas eternas, Luces en la ciudad, Dersu Uzala, Billy Elliot, Quiero Bailar. He apuntado tres películas, las primeras que se me han ocurrido. El cine es imagen, es literatura, es interpretación, es música, y el director dirige esa sinfonía que nos llega a los espectadores en forma de arte total. Quién no ha llorado de emoción, quién no ha sido desbordado por el júbilo o por la tristeza, quien no se ha visto inmerso en la belleza en una sala de cine, a oscuras, transportado a otros mundos...
O sentado frente a un ventanal en un aeropuerto observar como despega un avión y como va subiendo hasta perderse allá lejos en el cielo.
Pero viendo las grandes ferias de arte, es difícil sentir que la belleza está ahí presente. Parece más bien un negocio estúpido, hinchado, pretencioso. Muy alejado de la cultura popular, muy alejado de la vida cotidiana, algo reservado para unos iniciados que pintan o esculpen para otros iniciados que dirigen las galerías de arte. Y todos mirando por encima del hombro.
Que lejos la verdad de las cuevas de Altamira, cuando la pintura estaba ligada al misterio, al origen, a la magia y a la religión. Que lejos Fidias, y Miguel Angel, cuando el arte estaba ligado al encargo, a la necesidad real de la exaltación de la vida y de trascender la muerte. El panteón de los Medicis, los retratos de Piero de La Francesca, los frescos de Massacio. Nuestro gran Velazquez, El museo del Prado, la sensación de que entramos en la gran roca española, un territorio sagrado ya fuera del tiempo.
Y sin embargo hay que seguir pintando, incluso en esta época, con el bisonte de las cuevas de Altamira en nuestro corazón de pintores.
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