Con las primeras luces del amanecer, los muros de arena de La Ciudadela aparecían dorados por la luz del sol. En su interior, una explanada diáfana y limpia, sólo se oía el rumor del mar cercano, y la suave brisa acariciando las paredes agrietadas. Hacia el norte, la cordillera de montañas se difuminaba en la bruma del desierto.
Desde muy temprano empezaba a llegar la gente, casi todos en busca del milagro. Allí, en esa ciudad encantada, vivía un sanador, un hombre que había curado a cientos de personas. Nadie sabía su oficio ni su procedencia, tampoco su edad.
Cuando fui a verle, en busca del milagro, me escuchó sin límite de tiempo y esperó a que llegara el silencio. Fue entonces cuando me cogió la mano, y me dijo que él no estaba para los milagros. Que para eso estaba su perro sanador, ahí sentado a su lado, y que si yo creía, bastaba con acariciar al perro y la sanación podría suceder...
Me habló de las cosas que eran importantes, apenas tres o cuatro frases que nunca olvidaré.
He intentado escribir esas palabras miles de veces, pero aunque las palabras son las mismas... cada vez que las leo, las acabo borrando, porque siento que sucede una especie de profanación.
Al despedirme del sabio, él me abrazó como si me conociera de toda la vida.
Miré a su perro, cobrizo, con una piel lisa, parecía una escultura de bronce. Puse mi mano sobre su lomo y después acaricié su cabeza.
Pero ya no me acordaba de los milagros.
Fue sólo un asunto de ternura.
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