En las laderas rastrojadas, allí estaban los chozos cónicos, construidos por ramajes secos de árboles y sarmientos. En ellos vivían los dos pastores, sólo recuerdo a Narciso. Alto, enjuto, su blanca cabeza allí en lo alto, como un apóstol del Greco, sus ojos grises, su piel curtida. No era hombre de palabras. Sonreía , franciscano. Desayunábamos al alba, pan migado en leche de cabra. Y su silencio daba cobijo como el de un gran árbol. Es curioso que sólo lo recuerdo a él, a los demás pastores los borró el tiempo.
Narciso ha permanecido en mi, constituyente, ahí erguido como una escultura hierática y eterna.
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