Siempre caminó entre dos mundos, y cuando se adentraba en otros espacios , esos territorios se volvían a abrir en otros dos, y las bifurcaciones eran ilimitadas, entre la sensualidad y el espíritu, entre la riqueza y la pobreza, entre el talento desbordante y la incapacidad paralizante. Y en verdad había surcado todos esos bosques y esos caminos intrincados, eso le daba una fuerza, una distinción. Y veías en su frente estigmatizada el vértigo presente, ese caminar suyo sobre tierra siempre virgen, desconocida, esa mirada alerta del que no conoce la rutina ni la comodidad.
Sabías que no formaba parte de tu grupo, que estaba ahora en tu mundo, de paso, por un breve momento, pero que su naturaleza era otra, itinerante. Y misteriosamente, eso no le convertía en alguien alejado y distante, sentías en su presencia que te entendía, que en verdad estaba contigo, y que cualquier nuevo sendero que tu quisieras abrir ya había sido pisado por él. Estar junto a él era como cobijarse a la sombra de un gran árbol, un árbol sin nombre y de tierra desconocida, un árbol que mañana ya no estaría ahí.
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