lunes, 17 de noviembre de 2014

DILUYENTES, MEDIUMS.

Hubo una época en la que buscaba el diluyente mágico, esa mezcla perfecta de aceite , trementina y barniz, el Médium perfecto, ese que te permite deslizar el pincel y fundir con facilidad los colores, ese que convierte la pasta aceitosa del óleo en una materia maleable y dúctil. ¿Con qué médium pintaría Rembrandt  y Velazquez, y los flamencos y los virtuosos prerafaelistas? Se hablaban maravillas del barniz ámbar, un barniz belga meloso, y costaba una fortuna, como el pigmento lapislázuli, ese azul prodigioso.
Luego dejé de buscar, comprendí que la magia debía estar en el corazón del pintor y no en el médium.
Y aprendí a deleitarme también con las superficies mates del puro aguarrás, seco, ascético, despojado de brillo alguno. Que la pintura era una conquista y que la materia acababa rindiéndose en su momento,  insistiendo con pasión, esa pasión del que persigue, del que busca, del que anhela, del que de verdad siente...
Pero siempre está ahí, por dentro, ese anhelo del médium, esa ayuda para esta lucha árida del oficio de pintar, ese deseo de ser Mozart, de que las sinfonías surjan del corazón puro del niño, así, por el milagro divino del don, por el milagro azaroso de la belleza, tan injusta, tan arbitraria, tan incomprensible.

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