lunes, 15 de junio de 2015

LAS BOTAS DE FÚTBOL

A los siete años fui abandonado en un internado de Irlanda, claro que esto es humor.
     ¿Qué si no?
Mis padres son gente de bien, querían que aprendiera inglés, y desde luego que lo consiguieron, hablaré inglés como un niño de siete años el resto de mi vida, pero esto no se debería decir, nunca se sabe si uno se verá obligado a emigrar a países de lengua inglesa, entonces aprendería a hablar inglés como un ancianito que es lo que voy a ser de aquí en adelante.
Este prólogo irreverente, es sólo un preludio para hablar de los deportes que son y han sido parte esencial de mi vida. Allí en Dublín, en Killashee, fui realmente feliz, así que mis padres, como casi siempre, acabaron teniendo razón. Yo podría decir como el Maestro Luis Rosales: “Sabiendo que nunca me equivoqué, sino en las cosas que yo más quería”. Por eso tendríamos que ser indulgentes con nosotros mismos, también, claro, con nuestros padres.


Pero volvamos al internado de Killashee, allí di mis primeras patadas al balón. Recuerdo calzarme las botas de fútbol de cuero con dificultades todavía para atarme los cordones, ¡vaya operación difícil!  Aquello me costó un par de años hasta que supe hacer un buen lazo que no se desatara, acto mucho más importante y practico para la vida , mucho más,  que la mayoría de las asignaturas que nos enseñan en la escuela. Hacerme el nudo de la corbata ha sido otro aprendizaje intrincado, tanto como las operaciones matemáticas, durante mucho tiempo creí de verdad que yo era un niño tarado, que había una parte de mi cerebro con una oscuridad absoluta, y que sólo brillaba en mi, un corazón sobre dimensionado, que además debía ocultar, ya sabéis eso de que sólo lloran las niñas.
Pero el fútbol fue una buena forma de descubrir que la alegría brillaba mucho más que el abandono, corría más que los irlandeses de mi clase, regateaba mejor que ellos, y aunque seguía ignorando como atarme bien las botas, aún con los cordones desabrochados chutaba duro a la escuadra de la portería, tan duro como puede lanzar el balón un niño de siete años. Y en realidad no tenía mucho que ver con la competencia en el campo de hierba verde, es que yo era feliz con el balón, podía botar el balón muchas veces seguidas en el pie y darle con el tacón y fintar con el cuerpo hacia un lado e ir hacia el otro sorteando contrarios, podía acelerar y detenerme pisando el balón y dejando atrás al marcador y casi colarme en la portería contraria. Con una facilidad natural, el que la tiene no la valora, me ha costado mucho tiempo llegar a apreciarla, como también ha llegado el momento de no darle tampoco importancia a mis limitaciones incorregibles, uno es como es.
Aprendí a hacer el nudo de las corbatas, y me las pongo para las bodas y los entierros y también para cualquier acto solemne al que tenga que asistir; hay que amortizar tantos años de aprendizaje.
Así que el fútbol fue para mi, en aquella primera gran tristeza de mi vida, un trampolín hacia la felicidad, un vuelo, un correr y un regate total a la tristeza.
Y sigue siendo así.
Las penas y las penitas pasan, el juego perdura.
Tienen razón los que dicen que no se cambia, que seguimos siendo los mismos siempre, por eso conocemos tan bien a nuestros compañeros de colegio y de pupitre, aunque ganen el premio Nobel, sabemos de que pie cojean, vaya si lo sabemos, no nos la van a dar con queso.
Sigo pensando lo mismo de mi, cuando llega la última hora de la noche, o en las madrugadas cuando planea el pánico de la soledad anterior a cualquier compañía, me sigo viendo como el niño al que le cuesta hacerse el nudo de la corbata, atarse los cordones de los zapatos, y me rodean en un baile sin fin, las cifras alrededor de mi cabeza, las imposibles derivadas, las integrales, las raíces cuadradas interminables, y sudo acelerado y pego un salto en la cama, ¡Ah!, era una pesadilla, hace tiempo dejé el colegio, ya no estoy interno ni estoy solo, ahora hay otras cosas mucho más graves, mucho más, pero no es este el momento de hablar de ellas.
Puedo pintar unos ojos, puedo lanzar una bola de golf allá a lo lejos, a 300m, puedo escalar ligero las pendientes de los puertos todavía, con mi pelo gris, puedo subir a las cumbres y trepar por las peñas para divisar los valles y ver como las águilas planean y contemplar como se funde en el horizonte la tierra con el cielo.
Todo eso que no sirve para nada.
Creo que iba a hablar de deportes, y ha salido otra cosa, un regate, un tiro inútil por la escuadra, un subida más con mi bici negra, un swing de golf al fade, un recuerdo a las corbatas y a los lazos, siempre hay nudos imposibles de desatar, siempre hay un balón cerca para correr.


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