martes, 13 de octubre de 2015

APARICIONES

Al Caserón de Berango se entraba por un camino recto, la entrada tenía la gran puerta siempre abierta, su muro  rematado con sus dos bolas redondas de piedra en lo alto. El sendero gris avanzaba hacia la casa, sombreado por los altos plátanos abovedando el cielo y tamizando los rayos de luz. En la claridad del fondo, el abeto azul, en el centro del jardín. Nada más acabada la hilera de plátanos, se hallaba la casa de Isabel y Juan, los caseros. Allí merodeaban las gallinas y estaba su huerta. También los garajes, con el Opel negro, el Renault 4 rojo de la abuela Car y el Triumph Herald, amarillo y descapotable, del abuelo Pedro. Y la vivienda de Pacho, el mecánico. Al acabar la recta, el camino se curvaba ascendente, y los inmensos tilos dibujaban la elipse de entrada y bajada frente a la fachada principal de la casa y el jardín.
La  piedra revestida por la bugambilia vibrante, y los ventanales de las cuatro plantas hasta llegar a los techos inclinados y las altas chimeneas, quebrando sus perfiles escarpados contra la luz del cielo.
Llegábamos a finales de Junio, y volvíamos a Madrid a primeros de Septiembre.
Allí nací un nueve de Septiembre.
La casa estaba en el punto alto de la suave colina; tras la casa, el jardín crecía descendente hasta el caserío original, la gran huerta con sus frutales y la vaquería. En el caserío vivía Adela con su familia, se ocupaba de las vacas, de la huerta y del jardín.
Había dos bosques salvajes, llenos de zarzas y de helechos, de altísimos eucaliptos, avellanos, cedros y pinos. En el límite este, el camino rojo, por donde subíamos en la bici, y el descenso en la linde oeste, por el camino negro, paralelo al río Gobelas. Ambos de tierras oscuras. Entre medias, la bici avanzaba serpenteante alrededor de la casa, por sus curvas de senderos cementados.
Cada noche después de la cena, tocaba llegar hasta el último piso donde dormíamos. Debíamos subir por la escalera de madera negra, los apóstoles retratados en los cuadros, te miraban fijamente, con sus barbas y sus figuras majestuosas. En la primera desviación de la escalera, haciendo esquina en la penumbra, un guerrero con su armadura de hierro y su espada apoyada vertical sobre el suelo. En la primera planta, los dormitorios de los abuelos,  padres y tíos. Siempre la luz apagada, el espacio central de la casa iluminado por el lucernario multicolor de la vidriera del ático. La madera crujía con cada pisada, más al llegar a la proximidad de la capilla, allí el suelo desnudo, sin la protección de las alfombras y la moqueta púrpura, temblaba bajo los pies.
Se abría una pequeña puerta en el lateral y seguíamos subiendo por la escalera de servicio, hasta un descansillo con otra entrada a la capilla, en una tercera entreplanta.
Y ya el último tramo hasta el ático, allí la inmensa vidriera recibía, barandillada, la luz plateada de los ventanales inclinados del techo, luz blanca del día, negritud en la noche.
Había en el ático un ala nunca visitada, una puerta siempre cerrada, con un pasillo y varias habitaciones del servicio. Y ya nuestras habitaciones, distribuidas alrededor de la vidriera, con sus ventanas al jardín,  a la altura de las copas de los grandes cedros. Nuestra habitación daba al verde, al tenis, a las hortensias rosas y azules, las lenguas de gato violetas. Y al fondo el frontón, de un verde pálido y gastado. Por encima del muro lateral del frontón, la montaña. Y más allá un cielo reducido y a veces cruzado por una hilera quebrada y humeante.

Sucedió una noche, no sé que hora sería. Mi hermano Miguel dormía en la cama de al lado. Camas de madera azul con frutos labrados en la cabecera.
Las sábanas duras, hieráticas, se me pegaban al cuerpo sudoroso, dos señores vestidos de negro con sombrero bombín también negro, se sentaron en el borde de mi cama. En silencio. Los dos juntos. Permanecieron así una hora larguísima. Se levantaron, se fueron.

Desperté a Miguel, me dijo que le dejara dormir en paz.
Nunca volví a contar esta aparición, nadie me iba a creer.
Han pasado cincuenta años.
Me sigo acordando de aquellas figuras de negro, como si se hubieran sentado en el borde de mi cama esta misma noche.

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