miércoles, 7 de diciembre de 2016

JUAN MANUEL GARCÍA LOMAS

Si este retrato que voy a escribir sobre Juan Manuel García Lomas tiene alguna falla, se debe a mi incapacidad; También a que las personas espirituales son estelas en movimiento, así que los detalles y la precisión son difíciles de captar, debemos conformarnos con su luz estelar, con su resplandor.
Conocí a Juan Manuel gracias a Belén, ella me había hablado tanto de él. Y yo veía en ella cuánto bien le hacía hablar con este hombre, salía ella de aquellas reuniones con impulso y confianza, con su fe renovada.
Conocí a Juan Manuel en Alcalá de Henares, en la residencia que tienen allí los Jesuitas para sus miembros ancianos y enfermos, una especie de cementerio de elefantes. Tenía la visión muy limitada y una sordera en avance, dificultad respiratoria, se recuperaba de una rotura de cadera.
Su voz , sin embargo, era potente, una voz campechana, vigorosa, que yo sólo había escuchado en el campo, a los campesinos y a los montaraces. Me sorprendió esa voz en un sabio teólogo, y me sorprendió también su afán en hacer ver que él no hacía milagros, él era sólo un hombre normal con voluntad de hacer el bien. " Yo no soy Lourdes", así se me presentó, yo le tranquilicé, tampoco quería que él arreglara nada, quería sólo conocerle, agradecerle el bien que hacía, estrechar su mano amistosamente, nada más.
Tiempo después si tuve una larga charla con él. ¡Que humildad, que autenticidad, que verdad tan sencilla y que claridad en sus palabras, sin rebuscamientos ni hojarascas, directo al centro, rotundo!
Su mente era abierta, luminosa, no le importaba mostrar incluso sus dudas, eso le hacía tan humano, tan cercano. No trazaba un camino falso y cómodo, dejaba que la libertad reposara sobre los hombros de cada persona, confiaba en ti, te daba ánimo pues en verdad él era todo Ánima.
No volvió nunca más a Alcalá de henares, odiaba aquel cementerio de elefantes. Ha muerto activo, le importaba un bledo su enfermedad, el cuerpo era un estorbo, él estaba en otra materia.
La última vez que le vi, iba yo conduciendo mi coche y él estaba en la calle serrano de Madrid, invadía la calzada y permanecía inmóvil entre los coches, con su cabeza inclinada hacia delante, su mentón prominente, el brillo en su pelo blanco, su cuerpo un poco vencido. Indiferente a la velocidad del tráfico. Me dejó un sensación angustiosa.
Luego pensé en él como la persona singular que era. Una metáfora viva de la bondad entre el ruido ensordecedor del mundo, sin disfraz, sin escudos, en medio de la calle, sabiendo sin saber que no le iban a atropellar.
He sentido su muerte en lo recóndito de mi ser, con la sensación de que esa pérdida es irreparable, los hombres buenos deberían ser inmortales, eternos.
Quizá él lo es y sigue alrededor de nosotros con su manto protector y su estela de bondad, aunque ya no le podamos ver.

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