He crecido allí, en esa tierra, en esa laguna, donde vuelan los azulones y las cercetas escalan en vertical hacia los cielos. Las grullas atraviesan, en formación, los amaneceres, o duermen en la misma laguna. Y las aguas reflejan el pasar de las horas, creando espejos plateados a la luz de la luna o dorados a la salida del sol. Y el cielo es violeta, rosa, o amarillo, tras el agua, en el horizonte y en el ocaso. Y en las madrugadas frías y oscuras de invierno, las estrellas fugaces llenan de deseos el firmamento.
Y durante el día, el azul del cielo tiene una transparencia y una nitidez envolvente, y su luz en los tarays y los carrizos, irradia resplandor. El viento cimbrea las eneas y los juncos, y se crea la música con ese roce, que llena el aire con su melodía silenciosa.
Allí anidan y crecen las aves acuáticas, algunas especies muy escasas. El martín pescador, ese rayo turquesa con su pecho rojizo. El calamón zancudo de patas y pico rojo, azul su cuerpo aterciopelado. A la laguna acuden las cigüeñas negras, los martinetes y las garzas, las avocetas, los archibebes, las becacinas y los tarros blancos, las gangas y los ánsares.Y las distintas variedades de patos: Los silbones, paletos, porrones, colorados, rabudos, cercetas comunes, pardillas y carretonas, los frisos y el ánade real. También las fochas, somormujos, charranes, canasteras, agujas, zarapitos...
Alguna nutria, algún jabalí, zorros.
Todo un mundo salvaje, natural, un espacio mágico, de una belleza rara y singular, un oasis en mitad de la llanura manchega.
Todo ese mundo lo llevo en mi corazón de niño, porque visitar de nuevo ese paraíso, es volver a la naturaleza virgen, al origen incontaminado, al día que transcurre siempre bello, a la hora llena, al segundo feliz. A la nube incendiada que anuncia, en el amanecer, un nuevo día con la inminente salida del sol.
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