jueves, 1 de mayo de 2014

La Bicicleta


LA  BICICLETA

La bicicleta es en si misma una obra perfecta, silenciosa, aerodinámica, un juguete que permite a los adultos permanecer en el mundo de los sueños, en la infancia perpetua. Uno puede colocar la bici en un salón, y es una escultura, tiene la belleza de las escopetas inglesas,  de las maderas y los hierros de golf antiguos, de los balones de futbol de cuero.
Pero la verdad es que la bici se funde en figura única con nuestro cuerpo y ahí empieza la verdadera historia de amor que el ciclista tiene con su bici. Y se une con nosotros por la entrepierna,  en contacto con el sillín afilado, ese que los neófitos miran con incredulidad, pues parecería que nadie puede reposar ahí, en esa superficie mínima para evitar rozaduras y mantener la ligereza del conjunto. La ligereza, el grial de todo ciclista, la levedad, subir sin peso, descender sin rozamiento, avanzar atravesando la resistencia del aire, enseguida el ciclista sabe que tiene que poner su cuerpo a punto, merecer una figura que no distorsione en una máquina perfecta; somos el motor que imprime potencia y velocidad, es nuestro corazón el que mueve los pedales y las piernas del ciclista, estilizadas y potentes, morenas, piel pura sin pelo, con ese color especial que adquiere la piel nunca detenida, siempre en movimiento, con su cadencia mágica, nunca debería bajar de 90 pedaladas por minuto, esa estela rítmica que se desplaza y acaba siendo viento en el aire.
La bici, y a partir de ahora cuando digo bici me refiero al conjunto máquina-hombre, es un ser fronterizo, rebelde, no es peatón pero puede ir por la acera y transgredir las leyes yendo en dirección contraria, y tampoco es vehículo, aunque circule por carretera; es un binomio mágico y sin edades,  pues abarca al niño de cinco años y al anciano de 95, los dos llevan la misma sonrisa ciclista. Desafía los atascos, no poluciona en ciudad, vamos a los sitios a la velocidad perfecta, esa que permite contemplar lo que nos rodea y llegar a tiempo y silenciosamente a la meta.
El que es ciclista sabe que la bici es también un aprendizaje:  ir, cada día ,un poco más lejos en la resistencia al dolor. Atravesar la frontera de los 50 km, la de los 100, y más adelante los 150 y también los 200km.  Disfrutar sufriendo, se disfruta porque los puertos y las pendientes duelen en las piernas y en el pecho, pero la máquina sube alada, y el corazón agiganta su tamaño, y se hace titánico, guerrero de la paz y el silencio, aspira expira, la vida no es más que respirar, es el instante perfecto, suena la sinfonía de nuestros pulmones y la brisa que alivia nuestro sudor. El ciclismo puede ser solitario y místico, lo sabe quien escala cumbres verdes y nevadas, atraviesa bosques y estepas, carreteras interminables y desérticas; y en ese tránsito uno pedalea hasta el umbral de la propia muerte, pues sucede algo parecido al relato de los resucitados, a lo que cuentan los que regresaron de un estado de coma o que superaron un paro cardiaco: La vida entera pasa por el cerebro en una sucesión sintética y fugaz. Y a la vez uno es la nube y el sol, el bosque y la roca, la curva de herradura. Pero el ciclismo también es social, se puede pertenecer a un pelotón, y dejarse llevar a 50 km por hora, sin viento de cara, es como ser el vagón en una locomotora, como ser una nota en una composición musical, son sensaciones extraordinarias, circulares y eternas como las mismas ruedas.
Los ciclistas nos saludamos siempre cuando nos cruzamos en las carreteras, sabemos que pertenecemos a un pelotón en donde no existen las clases sociales, ni las jerarquías. El primer ciclista del mundo admira al que llega el último. Se pertenece a una hermandad.
El ciclismo también es mágico, lo es en sentido literal. Me sucedió un buen día, al bajarme de la bici, abrir la puerta de mi estudio de pintor, dejar la bici ya en su sitio, quitarme las zapatillas y las gafas, y por último el casco. Salió volando de mi cabeza una mariposa blanca, ni siquiera la noté mientras pedaleaba, fue un polizón ligero y bello, el número tres que faltaba en el binomio.
La bici tiene que ver con las sonrisas y con las lágrimas. Nunca olvidaré subir el Tourmalet con densa niebla y fina lluvia, y en los dos km finales, ya en las cumbres peladas y rocosas, dejar las nubes abajo y ver el sol tan cerca,  y mi bici de carbono era la misma levedad envuelta en el azul radiante y las lágrimas eran de felicidad, de plenitud, de sentirse uno con el todo. Y ponerse en el pecho el papel de periódico y tirarse para abajo sobre las cubiertas de 23mm a 80 km por hora, y que es la bici entonces sino un vuelo…

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