sábado, 19 de septiembre de 2015

UN RELOJ DE BOLSILLO

Zoran era húngaro, trabajaba de peón en el campo, solía barear los olivos, recolectar las viñas, y se ocupaba también de dar de comer a las vacas. Conducía el viejo tractor con delicadeza, nunca tenía averías, lo limpiaba y lo engrasaba como si fuera nuevo. Cargaba el remolque de pienso y las vacas se acercaban a él familiarmente cuando rellenaba los comederos en los prados largos.
Tenía buena pinta, alto y desgarbado, con una tez pálida y ojos grises, su pelo cano siempre muy corto y su cara angulosa y huesuda.
Me narraba historias sencillas de su juventud, con un lenguaje nítido y elegante, eran historias tristes sin dramatismo ni sentimentalismo, parábolas de un apóstol sin iglesia. Dormía en una habitación blanca, junto al establo de las vacas, con un pequeño ventanuco que daba a la sierra, siempre tenía la ventana abierta, en cualquier estación del año. 
Se había hecho una pequeña estantería de madera en la que reposaban dos libros de cuero muy gastados y un reloj de bolsillo que nunca llevaba consigo.
Una mañana , muy temprano, recién salido el sol, me esperaba en la puerta de casa.
Venía a decirme adiós. Fue conciso en la despedida, y me dejó como recuerdo su reloj de bolsillo.
Le echo de menos. Esas historias que me relataba en el campo, o junto a la lumbre en invierno, han ido creciendo en mi interior. Son relatos despojados, potentes, me gustaría tenerlos en un libro para recordar sus exactas palabras, su belleza desnuda, su grave voz irremplazable.
Ahora, cuando me tengo que poner chaqueta, llevo en el bolsillo interior el reloj de Zoran.
Y late matemático, tic, tac, como sus palabras secas que calentaban el corazón.

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