lunes, 2 de marzo de 2015

ENTRE LAS COLUMNAS

Decir la verdad puede parecer insolente, puede provocar desacuerdos, puede marcar límites. Y puede causar dolor. Pero es siempre necesario, pues la verdad ilumina las zonas oscuras por las que no podemos transitar.
Al definirnos nos identificamos. Nos damos a conocer, disipamos la oscuridad que nos envuelve y tendemos puentes, nos abrimos a los demás y podemos llegar al otro, incluso al que está enfrentado.
Pero el territorio de una persona siempre es humilde, las fronteras las establece nuestro propio cuerpo,  tenemos la sensación de que el espíritu es infinito, así que batallamos para salir de nuestra propia cárcel.
Es el miedo el que provoca las medias verdades y las disculpas, las mentiras, el encubrimiento, es el miedo el que desvirtúa el mensaje puro, buscando eufemismos o palabras paralelas. Y eso es lo que hiere, lo que produce daño, porque las medias verdades se entienden a medias. El que empieza desvirtuando las palabras es el que comienza a poner distancia. Porque la verdad exige precisión, la verdad es dura, esclarecedora. La llegamos a creer insoportable.
El miedo surge de nuestra vulnerabilidad, así que retrocedemos ante la verdad desnuda. Es el miedo el que te hace dar marcha atrás para saltar hasta la violencia. El violento hace una exhibición de su violencia para esconder su cobardía, para encubrir con la fuerza bruta su incapacidad expresiva, su terror a mirarte a los ojos y decir su verdad. Como él no soporta su propia verdad cree que tú tampoco la vas a soportar, es el miedo a no ser aceptado.
El que da un puñetazo con la mano desnuda expone sus nudillos al dolor, hacer daño también daña al verdugo, así que la violencia también te lleva a un corredor sin salida. Se llegó a la violencia por no soportar la propia verdad, pero el violento tampoco quiere que le reconozcan como violento. Por eso existe la perversión del violento. Y crea el guante de boxeo, la fusta, el fusil y la pistola, el antifaz y el pasamontañas, el que hace daño se cubre la cara, se protege la mano, ni siquiera se quiere manchar de sangre. Y la perversión más grande y más común sucede cuando el verdugo se disfraza de víctima, el verdugo se encubre con un discurso de bondad, ese es el disfraz que suelen escoger del armario donde guardan todo el arsenal de destrucción.
Y la víctima ultrajada tiene que sufrir, además de la humillación, la terrible soledad de saber que la verdad nunca saldrá a la luz, los derrotados no tienen voz ni tribunas donde gritar su espanto. Y a veces se callan y el silencio es heroico y no cobarde.
La mentira siempre surge del que traiciona, del usurpador, del que que hace el mal y quiere cambiar los hechos para quedar inmune. Y levantar así columnas de piedra que sostengan y glorifiquen el poder obtenido sobre las tumbas de los silenciados, de los asesinados por la espalda, o simplemente de los que no quisieron luchar, de los que miraron hacia otro lado y se lavaron las manos.
Vivir erguidos, si es que nos dejan. Aceptar las verdades, esa debería ser nuestra conquista personal. Si no nos gusta nuestra verdad, es porque hay en nosotros un fondo de belleza y de bondad, de inteligencia para discernir lo que nos perpetua como especie, lo que es bueno para nosotros y nuestros semejantes. Esa es la semilla de la transformación. El cuerpo y el alma se modelan, se esculpen, se depuran. Es la ardua tarea del vivir.
No es robar al otro lo que me gusta de él, sino eliminar de mi mismo lo que me hace pequeño, lo que me impide crecer y ser libre en la inteligencia, la belleza y la bondad.
El silencio es también un aprendizaje. Cuando estás en tránsito, mejor callar. La palabra precisa y justa es la que nace de ese silencio purificador.

Y es entonces cuando, entre tantas columnas de piedra, podrías ir dejando el rastro humilde de la palabra auténtica.
O el silencio sagrado de los que laboran.
O las manos santas que curan.
O las sonrisas blancas que aprendieron a aceptar.
O los que vieron más allá, y creen.
Y saben que no están solos.

La verdad es un punto de partida, la verdad te mantiene caminando, a la verdad se llega, y siempre puedes retornar a ella.
La mentira es una mochila que pesa cada vez más, sus ramificaciones invaden el cuerpo como una metástasis, la mentira mata.

Es igual pintando. Cuando investigas y te metes de lleno en la verdad, cuando la mirada ve lo que es y el pincel y la mano siguen humildemente el entramado de la verdad, sin pretenderlo, aparece la belleza.


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