martes, 13 de enero de 2015

LA CASA PERDIDA



Iba dejando atrás el asfalto, huyendo de las aceras y del ruido de los coches, para adentrarme en el camino de los plátanos. Los rayos se filtraban entre las ramas, derramándose en los blancos troncos, señalando, allá en el final del camino abovedado por los árboles, el horizonte violeta del cielo, el cruce vertiginoso de los pájaros, la desembocadura del color en luz.

Bastaba caminar en silencio pisando la tierra mullida de las hojas secas, para perder ese sentimiento apátrida, esa sensación de orfandad que casi siempre me produce la ciudad y su multitud apresurada.
Y me parece estar entrando en Berango, bajo los inmensos plátanos, inaugurando otra vez el verano de mi infancia. La casa perdida.
Quizá pronto me ponga una chapela negra coronando mi frente tan parecida a la de mi abuelo Pedro. Mi inmensa nariz como la suya, y un carácter similar heredado, junto a los rasgos físicos. Le recuerdo bajo el cedro inmenso de Berango, solo, la espalda encorvada y sus largos brazos fibrosos rodeando sus rodillas. No sé si el que anda bajo estos árboles es él o soy yo, en este tiempo circular en el que se envuelven infancia, madurez, vejez.
El suelo que piso se mezcla en el mapa de mi vida.
Hace años, un anciano hermano de San Juan de Dios, me confundió con el abuelo; aquel religioso  también se saltó los tiempos, las edades oficiales, fundió las dos caras en un mismo rostro.

Mi pelo gris, la edad de mis hijos, estos y aquellos árboles bajo el mismo azul en diferentes cielos, los caminos superpuestos, todo se confabula para ir disimulando la verdad de mi secreto.


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